Añoranza - Capítulo 1
Se marcharía esa misma noche.
¿Para qué seguirse torturando si ya todo estaba perdido? El tenerla tan cerca,
y al mismo tiempo tan distante, lo estaba matando.
El fantasma de Anthony seguía
siendo una barrera entre ellos, a pesar de que él había zarpado en aquel barco
hacía días. “Si yo no le hubiera dicho que te amaba, si me hubiese mantenido
fiel a mi promesa, si hubiera sido más fuerte, si tu no hubieras aparecido en
mi vida, Anthony no se habría marchado”
¿Insinuaba Candy que a partida de
Brown había sido su culpa? No lo insinuaba, lo defendía como una verdad
absoluta. Terry deseaba que al menos por una vez, así como Candy ponía todo su
empeño en encontrarle trabas a su amor, se esforzara por tratar de ser felices.
“Ya no importa nada”, pensó
mientras destapaba una de las botellas de vino que había tomado de la cava del
castillo Grandchester. Pensaba que sería una fantástica despedida como miembro
de la familia Grandchester, hurtar los vinos más selectos de la colección
privada de su padre.
Creció escuchando al Duque
alardear respecto a que aquellas costosas botellas se las había regalado un
Barón, un Vizconde o algún otro estúpido noble, y las mantenía guardadas para
cuando se presentara una ocasión, muy, muy especial. Bueno, el Duque no podía
negar que la perspectiva de finalmente deshacerse de su problemático
primogénito era una ocasión muy, muy especial. Como tampoco se podía negar el
buen gusto en cuestión de licores de aquel lame botas aristócrata que buscó con
aquel regalo, congraciarse con el Duque Richard Grandchester.
La propuesta de Eleonor había
terminado por convencerlo. Viajar a América, con ella, y empezar de nuevo,
juntos. Aunque le había dejado muy en claro a su madre que él ya no era ese
niñito pequeño a quién ella deseaba abrigar y curarle las fiebres, no viajaría
hasta allá solo para satisfacerle sus fantasía maternales frustradas.
Eleonor lo entendió y le prometió
que las coas serían bajo los términos que él le estableciera, aunque, en su
defensa, dejarse arropar como si tuviera cinco años sería menos horrible que
seguir viviendo bajo el yugo dominador de su padre.
De Candy no se despediría. Él
tenía dignidad y no soportaría un desplante más de parte de ella u otra
cantaleta respecto a cómo el pobrecito de Anthony Brown sufriría eternamente
vagando por océanos desconocidos por culpa del idiota que tuvo a mal enamorarse
de ella.
Pero conforme aquel líquido dulce
y poderoso desaparecía de la botella ambarina, la dignidad de Terry parecía
irse con él. ¿Sacarla de quicio una última vez? Sonaba tentador. Ver esa naricita
arrugarse por la rabia, aquel gesto que tanto disfrutaba observar y por
supuesto, provocar. Llevarse grabada su sonrisa, o, debía reconocerlo, el deseo
de atesorar en sus labios el recuerdo de un último beso y dulce beso.
“Que pasara lo que tuviera que
pasar, ¿qué podía ser peor que esto?”. Pero cuando intentó ponerse de pie le
falló el equilibrio, ese vino no debía de tomarse a la ligera, ¿pero qué era
digno de tomarse en serio en aquellos momentos? Sacudiría la cabeza y lo
volvería a intentar, pero antes de hacerlo una vocecilla mandona lo sorprendió.
-Con que aquí estás.
-¡Candy!
-Fui a buscarte a tu castillo y
me dijeron que habías salido. Me asomé a los establos y vi que tu yegua todavía
estaba ahí, así que supuse que no podrías estar muy lejos.
-¡Vaya pero qué sorpresa! Creí
que tenías la firme intención de no volverme a dirigir la palabra en lo que
resta del verano, de no ser para culparme una vez más por el hecho de que
Anthony se haya marchado. Advino, ¿el señorito Browns se asustó al sentirse
lejos de casa? ¿O solo se dio cuenta de que su pataleta funcionó, que te
sientes lo suficientemente culpable como para tenerte una vez más a su
disposición y ha decidido regresar?
-No – contestó Candy apenas en un
susurró. -No sabemos nada de él. La tía abuela Elroy mandó telegramas al puerto
donde supuestamente debían desembarcar pero nadie pudo darle razón alguna. Tal
vez…tal vez solo dijeron eso porque sabían que a señora Elroy los buscaría y
tomaron la ruta contraria para despistarnos, ¿no crees?
Terry pensó en decirle que la
única “ruta contraria” de la que él tenía conocimiento era una de las que pocos
barcos solían regresar, pero al verla tan angustiada, prefirió guardar
silencio.
-Pero no hablemos de eso, ¿quieres? Y disculpa
si me alteré el otro día, Terry, su decisión no tuvo nada que ver contigo. Él
mismo me lo dijo, que era decisión suya y él sería el único en cargar con las
consecuencias, pero aún así no puedo
evitar sentirme…
-No tienes que darme
explicaciones, Candy.
-Lo… lo siento, en fin, solo he
venido a mostrarte esto. Es una carta de Albert y te menciona. Pensé que
querrías leerla.
-¿De Albert?- Tomó la carta que
Candy le extendía y conforme la leía su sorpresa aumentaba. -¡Se marchó a
África!
-¿Puedes creerlo?- Agregó Candy –
Eso está muy lejos. Sé que él es así,
libre como el viento. No es un hombre que esté acostumbrado a dar
explicaciones. Pero me hubiese gustado que al menos nos hubiera dado la
oportunidad de despedirnos. Tal vez cuando regresemos al colegio, podamos ir al
zoológico y preguntar si conocen alguna dirección a donde podamos escribirle.
-Despídeme de él si logras tener
noticias suyas.
-¿Por qué…?
-Yo tampoco regresaré a Londres,
Candy. No finjas sorpresa – dijo con sarcasmo mientras destapaba la segunda
botella de vino – ya te lo había dicho. Te dije que no pensaba pasar un año más
en ese infierno de colegio, pero que fuera de él solo me esperaba un matrimonio
arreglado a conveniencia de mi padre, que tampoco estaba dispuesto a aceptar.
-Lo sé, pero, nunca creí que te
irías tan pronto.
-Yo tampoco- dio un trago grande
de vino – cuando te lo dije creí no tener muchas opciones, pero ahora, Eleonor
me ha dado una que no pienso, ni debo desaprovechar. No, no te preocupes –se
adelantó a su argumento – ésta vez no te voy a pedir que te vayas conmigo,
entendí que a cualquier propuesta mía, tu tendrás una, o muchas razones de peso
que te lo impidan. No pienso seguirte insistiendo.
Volvió a dar otro trago largo y
profundo ante la mira atónita de Candy. - ¡Oh, lo siento! ¿Dónde están mis
modales? ¿Gustas? – Extendió la botella hacia ella.
-No, gracias, yo no bebo.
-¿Nunca has bebido vino en tu
vida? – Preguntó por tener algo de qué hablar, no quería que esa tarde, esa
última tarde, terminara.
-Claro que sí. Ya sabes, en
fiestas y ocasiones especiales. Una vez – rió con las nostalgia de evocar
épocas mejores- una vez me escapé con Annie. Ella estaba triste y yo pensé que
organizando un picnic se alegraría. Tomamos una canasta, la llenamos de
bocadillos y robamos el vino que guardaba en la alacena la señorita Pony.
Recibimos una buena tunda cuando regresamos, pero a pesar de eso, valió la
pena.
-Eso suena a una ocasión muy
especial. ¿Y ésta?
-¿Qué tiene de especial?
-No sé si para ti lo sea, pero es
la última vez que veré tu rostro, y haberte conocido, es algo que celebro, a
pesar de todo.
-Entonces – arrebató la botella
de las manos de Terry – brindemos por eso.
-¿Crees que alguien alguna vez
haya logrado contar todas las estrellas que hay en el cielo? – Preguntó Candy
tras tirarse sobre su espalda y clavar los ojos en el cielo que comenzaba a
dejar atrás los tonos naranja y dorados y comenzaba a pintarse con una hermosa
paleta azul oscuro – Creo que el secreto para lograrlo es…– su voz sonaba un
tanto graciosa, como un arrastrar perezoso de su lengua a causa de haber
terminado, ¿cuántas botellas de vino? – comenzar a contarlas ahora, justo
cuando empiezan a salir. De esa forma, no podrás confundirte.
-Apuesto que no puedes hacerlo. –
La retó Terry después de acostarse en la hierba, al lado de ella. Se había
quitado el saco hacía mucho tiempo, casi al mismo tiempo que Candy decidió
desprenderse de sus largas botas. Ahora lucía relajado, con el cabello suelto,
los faldones de su camisa en completa libertad y un par de botones abiertos. Sonreía
al observarla sumida en cavilaciones tan infantiles, como profundas, mientras
que con su mano continuaba acariciándole el cabello, haciendo que una fragancia
dulce y fresca emanara de aquella espesa cabellera y lo embriagara casi tanto
como el vino.
-¿Ah no? – Candy aceptó el reto
indignada, y cerrando un poco los ojos hasta que sus párpados se convirtieron
casi en un línea con el propósito de enfocar la mirada, extendió su dedo anular
hacia el cielo y comenzó a contar- Una, dos, tres…
Pero el cosquilleo que le
generaba el dedo de Terry, recorriendo su rostro, no la dejaba concentrarse.
-Siete, ocho… ¿qué haces?
-Llevo mi propia cuenta –
contestó él sin detenerse en su cometido, sea cual fuese.
-¿Cuenta de qué?
-De las pecas que tienes en el
rostro… quince… ¡ésta es mi favorita!- Y continuó su cuenta, sellando cada peca
con un beso; Candy cerró los ojos disfrutando de aquella dulce y traviesa
cuenta, hasta que sintió los labios de
Terry encontraron los de ella.
Debía marcharse de ahí, de
inmediato, le gritaba su parte racional que luchaba contra su corazón
insistiendo en que se dejara llevar. Tratar de componerse lo mejor posible y
lograr llegar hasta la Villa del colegio antes de que la oscuridad callera
sobre ella. Pero con cada beso que Terry le daba, con cada caricia de sus
manos, que parecían haber aumentado de número ya que podía sentirlas recorrer
varias partes de su cuerpo al mismo tiempo, la voluntad de marcharse disminuía.
De repente Terry se detuvo. Se
levantó hasta quedar con cada una de sus rodillas al costado de Candy, y
procedió a quitarse la camisa.
-¿Por qué te quitas la camisa? –
preguntó más asustada por el hecho de que no podía alejar de su cabeza la idea, no, mejor dicho, el deseo irrefrenable
de morderle los hombros a Terry.
-Para curar eso – señaló el codo
derecho de Candy el cual estaba sangrando. Seguramente al acostarse no había
tenido cuidado de caer sobre alguna piedra que le provocó esa herida, pero el
efecto anestésico del vino, o tal vez eran los besos de Terry, le impidieron
sentir molestia alguna.
-Siempre había querido besar tu
codo derecho – en efecto, eran sus besos, lo comprobó cuando después de
envolverle el brazo con su camisa de seda, Terry coronó su curación con un
beso.
-No sabía que los codos podían
besarse.
Sonrió, como nunca antes lo había
visto hacerlo, de una forma dulce, pero que le infundía temor, parecía, parecía
como si él hubiese estado esperando a que ella dijera eso.
-Cuando amas a alguien – se acostó sobre ella
imprimiéndole todo el peso de su cuerpo – eres capaz de besarle hasta el último
centímetro de piel, y ésta noche, cariño mío, te lo voy a demostrar.
Trató de decir no un par de
veces, pero su voz se negaba a brotar de su garganta, parecía haber sido
sustituida por esos gemidos guturales que le arrancaban las atenciones de
Terry. Y cuando intentó empujarlo lejos de sí, él le enlazó las manos con las
suyas y las dirigió a su espalda, adivinando el deseo reprimido en el alma de
Candy por acariciarla.
Pero cuando Candy sintió la mano
de Terry recorriendo su pierna por debajo de la falda, comenzó a temblar. Aquello
era demasiado, debía de salir huyendo de ahí antes de que….
-Shhh, tranquila mi cielo,
tranquila. No tengas miedo, sé que lo deseas tanto como yo, puedo sentirlo. –
Pronunció aquello separando apenas un poco sus labios de los de ella y
metiendo, como por casualidad, los dedos de su mano derecha debajo de los
tirantes del camisón de Candy- Eres lo más hermoso que tengo, y como tal te
cuidaré.
-¿Cuidarme de qué?
-De mis propias ganas de amarte.
Eres tan dulce, Candy, sabes a miel. Y de esa miel quiero beber.
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