Esperanza - Capítulo 1
Se acercaba el tercer cumpleaños
de Julieta y Terry planeaba poner
Escocia de cabeza con el propósito de brindar una verdadera fiesta de ensueño a
su muñeca viviente, la princesa del
castillo, a la que, literal, cuidaba como la niña de sus ojos. A Candy a veces le preocupaba que el
desbordado amor y debilidad que Terry sentía por su hija resultara
contraproducente en el formante carácter de la pequeña. Aunque no lo culpaba.
Julieta tenía un encanto natural casi
cercano a un hechizo que infundía sobre la mayoría de las personas; desde la
primera vez que abrió sus hermosos ojos verdes
a la vida, enamoró a todos a su alrededor.
El embarazo de Candy fue
sumamente tranquilo, y a diferencia del de su primogénito, ésta vez la atención
médica estuvo siempre a la mano. Erick se encargaba de tranquilizar a Terry en
cada revisión de rutina, asegurándole una y otra vez que todo marchaba a la
perfección.
Alex, quien al principio Candy
temía se pudiese sentir desplazado ya que por muchos años había sido el único
niño en casa, sonreía pletórico el día que entró a la habitación del hospital
donde Candy se reponía del parto, para conocer a su hermana. Desde ese día y
para siempre, Alex se convirtió de en el principal guardián y protector de su hermana pequeña; siempre pendiente,
solo esperaba a que Julieta lanzara el primer grito de reclamo con sus pequeños
pero potentes pulmones para urgir a su madre que la alimentara. “No me gusta
que llore” y con el paso del tiempo, cuando Julieta comenzó a caminar, su hermano
siempre permanecía a la expectativa de cualquier tropiezo de la pequeña
aventurera, dispuesto a pasarse largos ratos haciendo caras y gestos con el fin
de obtener una sonrisa de la niña y que con la confianza ya recuperada, Julieta
lo volviese a intentar, siempre tomándola de la mano.
Annie no pudo resistir mucho
tiempo las ganas de viajar a Escocia para conocer, a quien según le había
confesado a Candy, había soñado muchas veces y ya amaba con locura. Candy y
Terry, le solicitaron a ella y a Archie que fueran padrinos Julieta, solicitud
ante la cual Annie estalló en lágrimas por la alegría que desbordaba su
corazón.
Candy no recordaba una sola vez
en la que Terry o ella le hubiesen comprado ropa para su hija, eso definía por
mucho, el grado de atención que Eleonor le profesaba a su nieta. Había hecho venir a los mejores diseñadores
de Europa y América solo para confeccionarle vaporosos y esponjados vestido que
la pequeña llegaba a utilizar a lo mucho un par de veces, y que generalmente
terminaban cubiertos de lodo en alguna de sus constantes aventuras en los
alrededores del castillo. Cintas para el
cabello, hermosos zapatos y diminutos bolsos que hacían juego con los
exclusivos ajuares eran parte de los muchos regalos que Eleonor traía consigo
en cada visita que hacía al Castillo Grandchester, cuando no eran sus nietos
quienes pasaban los fines de semana con ella.
En cuanto a su abuelo, el Duque
Richard Grandchester, “Los años han ablandado al viejo”, solía decir
Terry. A pesar de haber expresado sin la
menor sutileza su decepción inicial cuando Terry le informara que su segundo
bebé había sido una niña, ya que el Duque siempre había sentido un favoritismo
que rayaba en la misoginia por sus congéneres, bastó que un par de meses
después del nacimiento de la pequeña, durante uno de sus viajes de negocio a la
vieja Escocia, el Duque decidiera desviarse y visitar a su hijo, para quedar de
inmediato encantado cuando Julieta le dedicara una de sus primeras sonrisas.
“Te gusta Julieta porque se parece a Eleonor”, solía molestarlo Terry cada vez
que el estirado Duque cargaba a la pequeña, a lo cual el aludido solo hacía una
leve expresión de disgusto, casi imperceptible, para segundos después volver a
jugar con su nieta, quien lo miraba con devoción.
“Tienes razón, será igual de
bella y sofisticada que tu madre”, le comentó Candy a Terry un día mientras
ambos observaban como Julieta daba vueltas un tanto descoordinadas arriba de la
cama en un intento por inflar más la enorme falda del vestido que le acababa de
obsequiar su abuela. Casi podía verla, como una hermosa y elegante adolescente,
ondeando sus magníficos bucles dorados al aire ¡cuántos sufrimientos le
causaría a Terry la cantidad de pretendientes! Y sin esforzarse mucho en
evitarlo, comenzó a reír. “En realidad se parece a ti”, dijo Terry mientras
abrazaba a Candy por la espalda. “Esa naricita respingada, las pecas, y unos
ojos tiernos y maravillosos”.
-Ojos que tiene por completo
entrenados para convencerte – agregó Candy.
Y es que las pocas veces que
Terry trataba de reprender a su hija por cualquier travesura propia de su edad,
el regaño quedaba en eso, en un simple intento. Bastaba con que Julieta juntara
sus pequeñas manitas, comenzara a estrujarlas con nerviosismo, arrugara su
diminuta nariz y sus ojos amenazaran con derramar las primeras lágrimas, para
que el corazón de Terry se derritiera y lo que iniciara como un seguro castigo,
terminara en una plática padre e hija, con Julieta sentada en sus piernas,
mientras la niña enredaba el negro y largo cabello de Terry entre sus dedos, y
Terry con cariño y paciencia trataba de explicarle las consecuencias de sus
acciones, que estaba seguro ella era una niña noble e inteligente y que no lo
volvería hacer, asegurándole una y otra vez que por ninguna travesura que
hiciera ellos dejarían nunca de amarla, y reafirmaba esta declaración
intercalando la charla con numerosos besos en su frente.
Pero si Julieta robaba corazones
de amigos y familiares, Alex comenzaba a robarse el de sus compañeras de
colegio y demás jovencitas del pueblo. Y es que con trece años, sonrisa
encantadora, modales de caballero y la hermosa estética física de su padre y
abuelo, Alex era por mucho, el jovencito más asediado del pueblo. Hecho que le
había ganado algunos enemigos pero sobre todo muchas admiradoras. Candy se
espantaba cuando Alex después de regresar de la escuela les contaba sobre tal o
cual jovencita que le había hecho llegar algún carta anónima con una enorme
cantidad de perfume, la hija del panadero que no dejaba de dirigirle coquetos
pestañeos cada vez que la veía por el mercado o el chico que se había atrevido
a retarlo a un duelo por el amor de una chiquilla con la que Alex nunca había
dirigido palabra. Candy, con los celos propios de una madre exclamaba
escandalizada “las niñas de hoy en día son demasiado atrevidas”, pero Terry en
son de burla le comentaba a su hijo “Esas chicas me recuerdan a tu madre, ella
fue la que me enamoró. Insistió e insistió hasta que yo caí en sus brazos sin
remedio”; padre e hijo reían al ver la indignación de Candy ante semejante
“sarta de mentiras”, “Ya veré si te parece tan gracioso el día que sea Julieta
quien que te platique acerca de sus muchos admiradores”, entonces Terry pasaba
a una pétrea seriedad de inmediato.
Terry, su eterno Terry. Los años
le habían sentado de maravilla. Con su porte señorial y su belleza sumamente
masculina seguía agitando el corazón de Candy como el día que lo conoció en el
barco hacía tantos, tantos años, seguía
teniendo aquel aire rebelde de su adolescencia, mezclada con la gallardía
innata en él. Alex le recordaba tanto al Terry colegial que con su arrebatadora
y un poco trastornada personalidad logró robarle el corazón desde entonces y
para siempre.
Pero de ese chico colegial ya no
quedaba mucho, salvo aquel hermoso y largo cabello que solía llevar amarrado en
una cola de caballo. Se había transformado en un hombre maduro y muy
interesante. De espalda ancha y hombros robustos, dado que su ejercicio
favorito era cargar a sus hijos. Sonrisa traviesa y ojos donde se le
transparentaba el alma, también robaba las miradas de jovencitas, y mujeres
maduras por igual. Un hombre que le aceleraba el corazón simplemente con
escuchar el sonido de la puerta que anunciaba que él había vuelto a casa, que
podía hacerla enojar con alguna de sus constantes bromas, que podía
enternecerla al verlo pasar la noche en vela cuidando alguna enfermedad de sus
hijos, que aunque lo negara seguía sintiendo celos cuando ella se detenía a
apreciar una rosa. El que solía despertarla a las dos o tres de la mañana, con
unas ganas locas de amarla.
El que en estos momentos se
acercaba a ella con una sonrisa de complicidad, como un niño después de hacer
una épica travesura.
-¿Qué compraste?
-Señora Grandchester, ¡qué
recibimiento! ¿No hay un beso para su esposo?
-Claro que sí mi amor-y lo besó
de una forma que pretendía hacerle saber lo mucho que lo había extrañado la
noche anterior- ahora dime qué compraste.
-¿Por qué me acusas, Candy?
-Mmm déjame recordar, ¿cuántos
regalos tuyos tuvo Julieta el año pasado? ¿Trece?
-Diecisiete.
-Por eso te acuso, Terry.
-Lo acepto. Pero este año solo
tendrá un regalo, uno muy especial- se acomodó detrás de ella hundiendo la
nariz en el largo cabello rubio de Candy, aspirando su fragancia favorita.
-¿Qué le compraste?
-Un…-sabiendo de antemano cuál
sería la reacción de Candy- caballo.
-¡¿Quéeee?!
-Uno pequeño- la volvió a abrazar
evitando que ella diera la vuelta para confrontarlo- y perfectamente seguro
para una niña de su edad.
-Terry…tiene tres años.
-Lo sé, pero se emociona tanto
cada vez que ve uno que no me pude resistir a regalarle el suyo. Además se
trata de un pony, te aseguro que crecerá más ella que el tierno animal.
-Aun sí Terry, puede ser
peligroso. Y lo que me parece más peligroso es que la estás consintiendo
demasiado, ni siquiera habla bien y aun así le concedes todo capricho como si
le leyeras el pensamiento. Si continúas a este paso harás de Julieta una
versión más joven de Eliza.
-Shhhhhh. ¡Calla! No invoques al
diablo que puede aparecer. Además no digas tonterías, Eliza nació con el alma
podrida, nadie la echó a perder. Y mi nena es pura ternura. Mejor cambiemos de
tema, por favor, ¿ya sabes cuándo llegarán Annie y Archie?
-Entre hoy y mañana. Parece que
tenían problemas para conseguir pasajes en el barco.
-Para la cantidad de hijos que
tienen necesitan un barco exclusivamente para que viaje la familia.
-¡Terry no seas grosero!
-No es grosería es la verdad;
sigo sin lograr diferenciar a los gemelos.
-Anthony es un poco más reservado
y Stear bromea todo el tiempo.
-Me dejas igual.
-Bueno, Antony tiene un lunar en
la mano derecha y Stear no.
-Genial. Pondré atención cuando
los saludo y pediré que me muestren la mano cada vez que entren a la misma
habitación donde esté yo.
-Señor, - el mayordomo del
castillo interrumpió aquella amena charla- lo buscan en el recibidor.
-¿Esperabas a alguien?- preguntó
Terry extrañado a Candy.
-No, pero Barry acaba de decir
que te buscan a ti.
-¿Quién me busca, Barry?
-Una señora que hace llamar,
Samantha Schiffer
-No me suena familiar, pero tal
vez es alguien que venga a ofrecer sus servicios para la fiesta. ¿Me acompañas
mi amor?
Candy y Terry llegaron tomados de
la mano al elegante recibidor donde una mujer que aparentaba más o menos la
misma edad de Terry, de hermosa piel blanca y cabello negro y ondulado, los
esperaba, acompañada de un niño de unos nueve o diez años. Al verlos, la mujer
sonrió.
-Buenas tardes…señora ¿Schiffer?
-¡Cuánta formalidad Terry!- Terry
se sentía un tanto perdido- ¿Vas a decir que no te acuerdas de mí?
-Amm, no. Discúlpeme, no quiero
ser grosero pero no la recuerdo señora.
-Pero yo a ti sí, querido. Soy
Samantha, fuimos compañeros en la compañía Stanford, vivimos grandes momentos.
¡Y tú debes de ser la famosa Candy! Me alegra tanto que por fin hayan logrado
estar juntos, lo digo de corazón.
-Gracias…supongo. –Candy se
sentía perdida en aquella extraña conversación, pero al buscar respuestas en el
rostro de Terry encontró idéntico desconcierto en su esposo.
-Yo también quiero presentarles a
alguien. Ven mi amor.-El niño que hasta el momento había permanecido escondido
tras las faldas de su madre se acercó para ponerse frente a ella. En la mano
traía jugando una pequeña figura de metal que tomó, sin permiso, de la repisa de
la chimenea. De piel extremadamente blanca, de cabello oscuro igual a su madre
y bastante bien parecido.- Les presento a mi querido Mathew. Tu hijo, Terry.
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