Stravaganza - Capítulo 42

 -¡Anthony por favor no te vayas, te lo suplico no te vayas!

-¡Candy, basta! – Anthony hizo un esfuerzo por librarse de su agarre, pero Candy poseía una fuerza increíble, nada proporcional proviniendo de alguien tan pequeña. – Ya no tienes que fingir más, no tienes que hacer la encomienda que te impuso la tía abuela Elroy.

-¡Te juro que no lo hago por ella Anthony, lo hago por ti!

-¡Entonces soy yo quién te libero de esto, Candy! Te dejo libre para que seas feliz con Grandchester o con quien se te venga en gana – Le dolió en lo más profundo de su alma tener que empujarla de esa manera, pero de otra forma Candy nunca se hubiese quitado de su camino y permitirle que fuera al armario y comenzara a hacer su maleta. Abajo seguía el infierno, la tía abuela Elroy gritaba tan alto como sus fuerzas se lo permitían, deseaba imponerse, pero él, ese hombre de manos ásperas y la piel curtida por el sol, no era un sujeto fácil de intimidar.

Algo de ese espíritu aguerrido debía existir en él también, o por lo menos eso quería creer en aquellos momentos. "Si Candy no puede convencerlo de quedarse, nadie lo hará". Archie tenía razón cuando exclamó aquella afirmación, más parecida a una profecía. Por eso debía darse prisa, alejarse lo más pronto posible de esa casa, y de ella, antes de que la ternura de sus ojos, la dulzura de su voz, o el deseo latente de acariciar su piel, lo hicieran flaquear.

-¿Ya no me amas, Anthony? – Preguntó Candy con los ojos inundados de lágrimas.

Hace un par de horas, habría jurado que todo sentimiento por ella había quedado sepultado bajo una gruesa capa de odio y decepción, cuando Candy se había atrevido a confesarle en su propia cara, que amaba a Terrence Grandchester.

"No lo planeé", decía, "traté de luchar contra ese sentimiento con todas mis fuerzas", juraba, "y mi intención nunca fue hacerte daño", todo aquello sonaba tan falso, "pero seguirlo negando sería traicionarte a ti y a mí misma", excepto aquella parte.

Dolor, rabia, deseo de venganza. Eran las emociones que dominaban su ser, imágenes violentas cruzaban por su mente, él trataba de apartarlas lo más pronto posible, no quería hacerle daño, así que dio media vuelta y se dirigió a paso firme con dirección a la casa Andrew antes de que el coraje lo llevar a cometer una locura.

Ella lo seguía, gritaba cosas acerca de que la perdonara y que debían hablar, pero Anthony era incapaz de comprender sus palabras, todas sonaban confusas en su cabeza. ¿Por qué te haces el sorprendido? Le preguntó una especie de alter ego dentro de su ser, se veía igual que él, pero tenía una odiosa sonrisa muy parecida a la de Eliza Leagan. "Ya lo sabías, lo sabías por la forma en que se le iban los ojos cuando el idiota de Grandchester aparecía, por cómo le cambiaba el ritmo de su corazón cuando él estaba cerca, y el nerviosismo que se apoderaba de su persona cada vez que hablaba de él. Nunca se sintió así por ti, nunca te miró así. Te mira con lástima, con pena, conmiseración. Pero nunca te mirará con amor, ni mucho menos, con la pasión con la que lo mira a él"

"Podrás sentirte molesto, herido, indignado, pero sé honeste contigo mismo, amigo, su confesión no te sorprende en absoluto"

Esa maldita voz no hubiera parado de decir verdades dolorosas, de no ser porque la impresión que le causó ver ese extraño carruaje en la puerta de la casa Andrew silenció cualquier pensamiento, incluso olvidó que Candy todavía seguía sus pasos. Subió con mucho cuidado los escalones de la entrada principal y en cada peldaño que subía, su corazón latía con más fuerza. Stear y Archie abrieron mucho los ojos cuando lo vieron aparecer en la puerta, y probablemente fue el repentino mutismo de los hermanos Corndwald lo que hizo que aquel hombre girara sobre sus propios talones para quedar frente a él.

-Hola, hijo.

Una montaña, ese hombre parecía una montaña. La tormenta más feroz podía azotarlo y él no se movería, resistiría. Manos enormes, pies de pisadas firmes, tanto en la tierra como en el mar, piel tostada por los rayos del sol, aunque todavía se podía percibir que alguna vez aquella tez fue tan blanca como la suya, el rostro curtido de cicatrices y arrugas por igual, parecía una carta de navegante. Y unos ojos azules intensos, tan hermosos como temibles.

-Capitán...- no pudo llamarlo papá. Ni siquiera estaba seguro cómo sonaba esa palabra en su propia voz.

-¡Largo de aquí! – El grito de la tía abuela Elroy retumbó en toda la casa – ¡Maldita ave de mal agüero! Estás más salado que esos mares en donde navegas, maldices a todos los que tienes cerca. Aléjate de mi familia ahora mismo, y sobre todo, aléjate de él.

-¡Cierra la boca Elroy! – Los tres nietos de la matriarca de los Andrew palidecieron, jamás en su vida habían escuchado a alguien darle una orden a su abuela, mucho menos, osar callarla. Candy por el contrario, no pudo evitar sentir una infantil satisfacción ya que el capitán Brow había hecho realidad una de sus más ansiadas fantasías – Por mucho tiempo te esforzaste en mantenerme alejado de mi hijo, hasta ahora me entero de que Anthony jamás recibió mis cartas, ni mucho menos el dinero que le enviaba cada mes; trataste de convencerme de que mi propio hijo me odiaba y me culpaba de la muerte de su madre.

-¡Tú fuiste el culpable de su muerte!

-¡Rosemary ya estaba enferma, Elroy! Yo le enseñé el mundo, mientras tú te esforzabas en alargar su agonía manteniéndola encerrada, y ahora pretendes hacer lo mismo con mi hijo, pero ésta vez no lo permitiré.

-¡Anthony está enfermo!

-Lo sé – gritó el capitán Brown – William me lo dijo – se adelantó a la duda que se dibujaba en los ojos de la señora Elroy – también me dijo que mi hijo había intentado contactarme por todos los medios, pero que tú habías aliado con la odiosa directora de ese colegio para interceptar su correspondencia.

-William...- los labios de la señora Elroy no paraban de temblar- ¿pero cómo fue que él...?

-Eso no importa ahora, lo importante es que estoy aquí, porque mi hijo así lo desea. Anthony, William me ha dicho que tenías dudas, que exigías respuestas, bien, estoy aquí, pregunta lo que quieras.

-Mi madre – fue lo único que Anthony alcanzó a decir, pero era todo lo que el capitán Brown necesitaba escuchar.

-Rosemary era la mujer más bella y dulce que he conocido en toda mi vida, pero tan frágil como las rosas que amaba cuidar; nuestro encuentro fue casual, pero marcado por el destino. Nunca había brotado en mí ser ganas de estar tanto tiempo en tierra firmo como cuando me dediqué a pretenderla. Por supuesto yo no era visto con buenos ojos por Elroy, que no le gustaba ni siquiera un poco que su amada y encumbrada sobrina estuviera enamorada de un burdo marinero.

Pero Rosemary sabía que yo podía darle lo único de lo que ella había carecido en toda su privilegiada vida: libertad. Le encantaba pasar horas escuchando mis aventuras en tierras lejanas, me miraba con sus enormes ojos y solo me interrumpía para preguntarme sobre el sabor de tal o cuál comida o a qué olía el aire cuando pasabas una tarde a la orilla del mar. A pesar de que el tiempo con ella era maravilloso, cada vez que debía marcharme de la casa Andrew no podía evitar sentir una enorme tristeza y melancolía por tener que dejarla ahí, tú madre deseaba vivir, Anthony, pero Elroy nunca la dejaría. Cuando se acercaba mi momento de partir yo...

-¡Tú te la robaste! ¡Contra su voluntad!

-¡Sabes que eso no fue cierto, Elroy! Le pedí que me acompañara y ella aceptó, por decisión propia. Si alguna voluntad fue contravenida, se trató de la tuya. Pero Rosemary nunca se arrepintió de esa decisión. Sus ojos se llenaron de mar, de atardeceres de múltiples colores y de millones de estrellas en cielo. Fuimos muy felices, y nuestra felicidad se incrementó cuando un año después de viajar de puerto en puerto, tu madre descubrió que estaba embarazada de ti.

Todo hubiera ido de maravilla, de no ser porque a tu madre no le sentó bien el bamboleo del océano durante los primeros meses de gestación. El médico nos recomendó que debería ir a tierras más altas para que su presión se estabilizara, además, ella deseaba compartir su felicidad con otro niño que amaba, así, que aún en contra de mi propia intuición, acepté traerla de vuelta a la casa Andrew.

La volvieron a encerrar. Naciste tú en un parto bastante complicado, médicos, tras médicos me recibían con noticias nefastas, hasta el día de hoy desconozco cuáles eran ciertas y cuáles repetían a cambio de unos cuantos billetes que Elroy ponía en sus bolsillos, justo pago para que Rosemary jamás se volviera a ir de su lado, y así fue.

Ella nunca volvió a ser la misma, observé como el mar que había llenado su mirada comenzaba a secarse. Era feliz contigo, hijo mío, pero ansiaba llevarte a conocer los lugares que ella y yo habíamos visitado. Nunca tuvo la oportunidad.

Volví un día y encontré una enorme reja alrededor de los rosales que ella amaba. Mi hijo ya no estaba, o al menos eso me dijeron, se lo habían llevado unos parientes para brindarle la educación que yo nunca sería capaz de otorgarle. Tuve que esperar a que la oscuridad de la noche me cobijara para poder visitar la tumba de la mujer que amaba, lloré como nunca lo había hecho en mi vida, y como jamás he podido volver a hacer. Partí de ahí, con la única esperanza de que algún día tú comprendieras, conocieras la verdad, y pudieras perdonarme. Pero sobre todo, que crecieras para convertirte en un hombre capaz de tomar tus propias decisiones.

Nadie sabe qué es el mal que te aqueja, hijo mío, ni mucho menos si existe cura. Así que tú, y solamente tú debes de decidir cómo quieres enfrentarla. Encerrado, de hospital en hospital, o acompañarme y conocer esos lugares que tu madre anhelaba mostrarte.

Anthony no tuvo mucho qué pensar, le pidió a su padre que aguardara un momento en lo que recogía algunas cosas. Nadie esperaba esa reacción, Stear y Archie se adelantaron a suplicarle que se detuviera a pensarlo, que debía de continuar con su tratamiento y que si se marchaba, ellos lo extrañarían demasiado.

Anthony pudo imaginar con total claridad a su madre, presa de sus propios afectos. Claro que también le dolía dejarlos, eran más que sus primos, sus hermanos, pero él necesitaba vivir.

-¡Cásate con ella!- Gritó la tía Elroy mientras tomaba a Candy por el brazo y la empujaba hasta donde estaba él - ¡Ahora si así lo deseas! Olvídate de William, del qué dirán, de tu edad. Si eso es lo que deseas, si eso te hará quedarte aquí donde los médicos puedan curarte, te juro que haré todo lo que esté en mis manos para que te cases con ella cuando tú quieras. Candice, díselo, dile que te casarás con él.

Anthony no quería escuchar una palabra más, pero sus oídos fueron incapaces de cerrarse a la profecía de Anthony. Y ahí estaba, tratando de luchar contra su más grande anhelo, ella.

Ahora entendía muchas cosas. Por qué Candy se había resistido tanto a sucumbir al amor que sentía por Terry, esos secretos, esas visitas extrañas de la tía abuela Elroy, el secretismo de todos a su alrededor. ¡Por Dios, estaba seguro que incluso hasta el imbécil de Grandchester lo sabía! "Sé un hombre", le había dicho, deja de pedirle a los demás que se sacrifiquen por ti.

Ahora, en el momento exacto, finalmente entendía. La vida siempre nos da lo que pedimos, el problema está en que cuándo lo pedimos, casi nunca nos detenemos a pensar en lo que ella nos quitará por otorgárnoslo, ese tributo, la ofrenda necesaria para recuperar el equilibrio del cosmos.

Si no hubiera tenido aquel fuerte enfrentamiento con Candy, si aún conservara la esperanza o si siguiera aferrado al hecho de que ella lo quisiera; de no haber decidido volver sobre sus pasos en lugar de regresar al castillo Grandchester para partirle la cara a ese idiota, de haber llegado tan solo un par de minutos más tarde, probablemente la tía abuela Elroy había hecho sacar al capitán Brown de la casa Andrew, aunque para lograrlo hubiese requerido de la fuerza de diez hombres.

Pero no hay casualidades, ni antes, ni después, todo el universo se confabula para darte un momento, tú momento, y es tu deber no dejarlo escapar.

-Por supuesto que te amo Candy – se acercó a ella tratando de controlar los temblores que se apoderaban de su cuerpo – y es por eso que no puedo condenarte a una vida que no es la que deseas.

-Pero yo lo deseo, Anthony, te lo juro – y se lanzó a sus brazos, Anthony temía que el calor de su cuerpo lo hiciera dudar – seremos felices, te lo prometo. Nunca más volveré a ver a Terry, te lo juro, ni siquiera mencionaré su nombre, pero quédate Anthony, por favor, te lo suplico.

-Hace un par de horas – Anthony tragó saliva en busca de valor para continuar con sus palabras – hace un par de horas, estaba seguro de que tú no me amabas, y mírate, estás dispuesta a renunciar al hombre que amas, por mí. Pero no lo haré Candy, por mucho que me seduzca la idea, no lo haré.

Mi padre tiene razón en algo, debemos de ser dueños de nuestras propias decisiones, y yo, decido liberarte de toda culpa que te quiera imponer la Tía abuela o tú misma. No te sientas mal por mí, Candy, esto es lo que yo decidí y las consecuencias de mis actos solo las conoceré yo.

-Pero....

-Alguna vez me dijiste que deseabas saber quién eras, hazlo Candy, no te limites. Y si la vida así lo tiene planeado, nos volveremos a encontrar, y de no ser así, quiero que sepas que hasta el último instante te amé y atesoraré el recuerdo de tu sonrisa a donde quiera que vaya. Sonríe Candy, sonríe, recuerda que eres mucho más linda cuando ríes que cuando lloras.

Y se marchó, sin importarle los ruegos de sus primos, los alaridos de la tía Abuela Elroy, o que Candy corriera detrás del carruaje donde ambos hombres marchaban con rumbo a encontrar su destino hasta que se perdieron en el horizonte. Una tormenta amenazaba con formarse en el cielo, debían darse prisa si querían zarpar de inmediato, no hubo tiempo para despedidas y él no las quería.

Del Capitán Brown y de su hijo nunca se volvió a tener noticias.

Algunos dicen que siguen navegando, conquistando el corazón de jóvenes y mujeres quienes juran nunca haber visto unos ojos más azules que los de ellos.

Otros dicen que nunca llegaron a desembarcar en otro puerto, la tormenta que los despidió de Escocia los arrastró mar adentro para nunca devolverlos.

Hay quienes afirman que el hijo del Capitán Brown murió al poco tiempo, ni siquiera los doctores del otro lado del océano pudieron averiguar cuál era el mal que aquejaba el joven Anthony. El capitán arrojó las cenizas de su unigénito al mar y así, su hijo siempre lo acompañaría en sus aventuras.

Pero Candy se convenció a sí misma de que llegaron hasta esas tierras lejanas que la madre de Anthony siempre había deseado que él conociera.

Que sus ojos se llenaron de mar y su alma de aventura.

Que todas las tardes observa como el sol se pierde en las aguas tranquilas de un mar muy lejano, y cuando la primera estrella comienza a brillar en el cielo, él sonríe.

Y esa sonrisa, se la dedica a ella. 

Capítulo 41 - Añoranza Parte II

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