Añoranza - Capítulo 27
Ser madre soltera resultó ser mucho más difícil de lo que ella
habría imaginado; los prejuicios, la incomprensión, pero sobre todo, la doble
moral de una sociedad en que a los hombres que mienten y engañan se les
reconoce como grandes señores, en cambio a las mujeres que creen las promesas
de amor de aquellos “grandes señores”, son repudiadas, despreciadas y
estigmatizadas por el resto de sus vidas. El punto es tener una familia
socialmente aceptable ante los ojos de los demás, no importando si no hay
confianza, si no hay unión, ni siquiera si existe amor.
Encontrar un trabajo en el cual la aceptaran a ella y a su hijo,
le permitieran cuidarlo y además le pagaran lo suficiente para mantenerse
decorosamente no sería una tarea fácil. Pero contrario a las instrucciones que
le había enviado el abuelo Williams con George, y pese a los ruegos de la
señorita Pony y la hermana María, con la llegada del verano Candy decidió
partir.
Desde que llegó al hogar se había sentido como una carga para el
modesto lugar, la reacción del abuelo William, tan amable y considerada la
habían hecho sentir que tenía alguien que la respaldara. Pero fueron las charlas que sostuvo durante
la visita de sus amigos lo que la hizo cuestionarse nuevamente acerca del rumbo
qué tomaría su vida. Todos sus amigos tenían proyectos bien establecidos, Annie
seguiría estudiando música, ya que aspiraba convertirse algún día en una gran
concertista de piano. Paty añoraba ser maestra, pero según sus propias
palabras, una buena maestra, una que se preocupara no solo por la educación y
aprendizaje de sus alumnos, sino también por su bienestar espiritual y
emocional “Alguien como la hermana Margaret, la señorita Pony o la hermana
María”; Archie por su parte deseaba empezar a involucrase en los negocios de la
familia Andrew, ya que según la propia Tía Abuela Elroy le había comentado
recientemente, de todos sus nietos era él a quien le tenía más fe respecto a
esos asuntos. Neal no tenía el carácter (ni la inteligencia) para estar al
frente de los negocios, y respecto a Stear, su reciente obsesión la tenía
sumamente intranquila.
-¿La guerra? ¿Stear quiere marcharse a la guerra? –Candy se sorprendió
cuando un hermoso día soleado, aprovechando que Stear había ido al pueblo,
Annie, Patty y Archie le relataron a Candy las intenciones de éste- Me parece
tan… ¡ilógico! Quiero decir, Stear es tierno, tranquilo, no es violento ni
mucho menos belicoso, nunca podría imaginármelo en medio de una guerra tan
cruel como esta.
-Nadie se lo puede imaginar- comentó Archie- pero lo cierto es
que, lleva meses actuando muy raro. Siempre lo encontraba leyendo panfletos
donde reclutaban soldados para la guerra, libros sobre armas, aviones,
estrategias militares, etcétera. Pero nunca me imaginé que las cosas eran tan
graves hasta que recibí una carta de la Tía abuela diciéndome que estaba a
punto de enfermarse por lo preocupada que estaba pensando en que Stear llegara a cometer una locura, que deseaba que
regresáramos lo más pronto posible a América y así por lo menos poner tierra de
distancia. Pero él no quería, lo que en realidad lo convenció, Candy, fue la
idea de venir a verte. Entre todos lo atacamos emocionalmente acusándolo de no
ser un buen amigo por no querer estar contigo cuando naciera tu hijo, que jamás
le perdonarías no conocer a tu bebé por pelear una guerra que no era suya. Al
final aceptó, pero continúa actuando muy raro.
-Candy yo tengo mucho miedo- Paty lloraba y se retorcía las manos-
Él no ha desistido de esa idea, aunque ya no lo comente con nadie. Tuvo varios
enfrentamientos con la Tía Abuela, ella le ha ofrecido lo que quiera con tal de
que se quede, pero él solo dice que ya es un adulto y que es su deber defender
a su país y a los suyos. Candy por favor, habla con él, si hay alguien que
puede hacerlo entrar en razón, eres tú.
Sus amigos tenían razón, Stear estaba muy raro, callado, algo
distante, sumergido en sus propias cavilaciones. Un día lo encontró solo,
sentado junto al rosal de Dulce Candy y decidió abordarlo.
-¿Sigues pensando en la guerra?
-Vaya, ya veo que los demás te han enviado para me convenzas de
desistir, Candy.
-Stear no te entiendo, -tomó asiento junto a él llevando a su
pequeño hijo entre los brazos - lo
tienes todo, familia, amigos, a Paty que te adora. ¿Por qué deseas
abandonarlos?
-Tu tampoco lo entiendes, Candy, yo no deseo abandonarlos. Esto, quiero
hacerlo por ellos, por todos ustedes, por toda la gente que quiero. Jamás voy a
permitir que nadie les haga daño.
-Pero ya todos estamos aquí, Stear, a salvo, en América.
-Nadie está a salvo Candy. La guerra cada día se extiende más.
Ciudades completas están siendo devastadas. Matan a hombres, mujeres y niños
por igual sin tener compasión de nadie. Si no los detenemos, nada impedirá que
vengan a nuestro país a acabarnos. No quiero ni imaginarme un lugar como este
destruido por una bomba o por tanques de guerra. Tantos niños en peligro, -
Stear acarició con ternura la frente del pequeño - tu propio hijo, Candy. Tengo que hacer algo, por ti, por todos.
Aún en una situación como esa, Stear seguía demostrando su buen
corazón y nobleza de espíritu al preocuparse primero por los demás, antes que
por su propia integridad. A propósito de su hijo, el bebé crecía cada día más
hermoso, y también cada día, continuaba pareciéndose más y más a su padre.
Archie obviaba este hecho, ya que la lucha de sus sentimientos internos era
enorme. El evidente desprecio y rencor que seguía guardando contra Terry, y el
gran amor que sentía hacia el que era su hijo. Para hacerse más llevadera
aquella situación, comenzó a llamarlo por su segundo nombre, como si con esto
pudiera apartarlo un poco de la sangre Grandchester, y pronto todos, incluida la
propia Candy, terminaron llamándolo simplemente Alex.
Las chicas estaban fascinadas con Alex. Se disputaban por ser
quien cambiara, arropara y arrullara al pequeño. Annie le tejió un gran número
de colchitas y ropa, y Stear le regaló varios juguetes de su propia invención.
Pero inevitablemente casi un mes después, llegó el penoso día en que tuvieron
que marcharse a Chicago. Annie y Patty lloraban como si se estuvieran separando
de su propio hijo, le dieron a Candy sus respectivas direcciones y le hicieron prometer
que les escribiría frecuentemente para contarles de Alex, y que los visitaría
si necesitaba algo, aunque eso no estaba en sus planes.
Poco antes de que llegara el verano, Tom fue a visitarla. Candy
estaba concentrada haciéndole gestos y caras al pequeño Alex quien ya comenzaba
a sonreír, y cuya sonrisa competía con el brillo del sol; por estar embelesada
con su hijo, no se dio cuenta de que Tom había llegado hasta que éste la
saludó.
-¡Hola Candy!
-¡Tom! Que gusto verte. Pasa.
-¿Estás ocupada?
-No. Solo estoy jugando con Alex. Me encanta verlo sonreír.
-Definitivamente tiene una hermosa sonrisa.
-Es un bebé muy feliz.
-Candy, quiero hablar contigo un momento.
-Claro- y procedió a colocar a su hijo en el Moisés que George le
había traído.
-Candy, he venido a pedirte que te cases conmigo, y de esa forma
darle mi apellido a Alex- Aquella proposición tomó a Candy totalmente
desprevenida, por lo que al principio creyó que había escuchado mal.
-Tom… ¿qué estás diciendo?
-Candy, voy a serte completamente honesto. Desde que Alex nació no
he podido dormir pensando ¿qué va a ser de ustedes? Lo difícil que será para ti
sacar adelante a tu hijo completamente sola. No quiero ni siquiera pensar en
los dos pasando hambres, penurias y si está en mis manos evitarles ese
sufrimiento me gustaría hacerlo. Sé que no soy tan rico como los Andrew o
como…como el padre de Alex, pero te consta
que sé trabajar Candy y que siempre me esforzaré por ustedes.
-Pero tú no me amas Tom.
-Pero te quiero mucho Candy, y a Alex también. A ti te gusta la
vida aquí, en el rancho. Imagínate a Alex corriendo en el campo, entre los
animales, convirtiéndose en un gran vaquero. ¿No te agrada a idea?
-Tom. No tienes por qué hacer esto. Tú no eres el padre de Alex,
no es tu responsabilidad.
-Candy. Nosotros mejor que nadie sabemos que muchas veces un padre
no es quién te procreó, sino quien se preocupa por ti. Tú y yo fuimos
abandonados en este orfanato por nuestros verdaderos padres, quienes no nos
quisieron o no les importamos. Pero yo he encontrado en Steve el mejor padre
que jamás soñé, sí es tosco, poco cariñoso y bastante malhumorado, pero en
verdad me quiere y yo a él, y, sé que estará feliz de tener un nieto. Créeme cuando te digo que siento un
profundo y sincero cariño por Alex, que puedo llegar a ser un buen padre para
él y lograré de la misma forma ganarme su amor. Piénsalo, por favor, Candy.
-No tengo nada que pensar Tom. Y estoy segura de que serás un gran
padre. Pero de tus propios hijos, cuando encuentres a una buena mujer que te
ame y tú a ella. No sería justo hacerte esto.
-¡Vamos Candy! ¿Acaso estoy tan feo?
-Por supuesto que no, Tom. –El comentario le arrancó una sonrisa.-
Pero tú y yo siempre hemos sido como hermanos, nada más- y al decir esto tomó
las manos de Tom entre las suyas -En verdad te agradezco que te preocupes tanto
por nosotros.
-¿Aún lo amas verdad?
Candy sabía perfectamente a quien se refería su amigo. Miró a su
hijo; se había quedado dormido sin que ellos se percataran, admiró lo hermoso y
perfecto que era, y sintió una enorme oleada de amor por él.
-Sí. Y creo que nunca dejaré de hacerlo. Porque a pesar de que
para el todo haya sido una burla, un engaño, sin proponérselo me dio el regalo
más maravilloso que nunca imaginé, mi hijo. Y porque yo sí fui sincera cuando
prometí frente a Dios, amarlo por el resto de mi vida. Estaría cometiendo un
pecado muy grave si me caso con otro hombre, ¿me entiendes?
-Te entiendo, Candy. Solo quiero que me permitas estar cerca de
ustedes.
Así que, con la llegada del verano, Candy partió rumbo a Chicago
llevando únicamente a su hijo en brazos y una pequeña maleta con sus
pertenencias. De momento lo único que se le ocurría para conseguir dinero era
solicitar trabajo como mucama en alguna casa adinerada, finalmente, tenía
experiencia por haber trabajado en casa de los Leagan. Pero nadie se mostraba
gustoso de contratar a una sirvienta con hijos. Las entrevistas siempre
comenzaban así “-¿Eres casada?- No- ¿Viuda?- No”. No sabía que era peor, si las
miradas de desprecio que le lanzaban las posibles patronas, o las miradas de
lujuria y sonrisas cínicas que le dirigían los esposos de estas.
Al final consiguió trabajo como lava platos en una pequeña y
oscura taberna, donde los dueños eran un matrimonio ya mayor, sin hijos. La
esposa, la señora Rose era una persona bondadosa y caritativa, y el esposo, el
señor Santiago, era tan amargado y huraño como para intentar insinuársele a
Candy.
La paga no era mucha, pero lo mejor era que le permitían dormir en
una pequeña alacena en el piso superior del establecimiento, sitio que Candy
había improvisado como alcoba, con lo que podía estar pendiente de Alex
mientras trabajaba hasta altas horas de la noche. Pero aquella noche Candy
había colocado al pequeño en una cesta que tenía debajo del fregadero de la
concina donde ella trabajaba. No deseaba tenerlo ahí, aunque ninguno de los
clientes tenía acceso a ese sitio, el ruido y el humo del cigarrillo llegaba
hasta ahí dado que solo la separaba de la barra una diminuta persiana de madera,
por la cual ella atravesaba para llevar vasos limpios y traer los sucios. No
era el mejor lugar para el bebé, pero Alex estaba muy extraño. Su hijo,
generalmente tranquilo y risueño, pegaba gritos a todo pulmón y no se
tranquilizaba con comida ni con nada. Comenzó a temer que estuviera enfermo,
pero pedirle autorización al señor Santiago para salir en esos momentos era
imposible, parecía que todos los borrachos de Chicago estaban reunidos en la
atiborrada taberna esa noche. El señor Santiago no había parado de gritarle
toda la noche por encima de la pequeña puerta que se llevara al niño de ahí,
que no la dejaba concentrarse y que todos los vasos que había roto esa noche se
los descontaría de su próxima paga.
Era cierto, toda la noche había estado muy desconcentrada, pero su mente se bloqueó por completo cuando cerca de la media noche, cargó a Alex en sus brazos y sintió que el pequeño estaba ardiendo en fiebre. En ese momento el pánico la invadió. Dejo de ver, dejó de escuchar, ni siquiera pudo darse cuenta de que Terry la observaba desde la barra del bar.
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