Añoranza - Capítulo 28

 

“Roman Circus” fue el nombre con el que Santiago Carelli decidió nombrar la taberna que puso apenas seis meses después de llegar a  América. Contando con veinte años y una modesta herencia había decidido emigrar a la “tierra de las oportunidades”, donde encontró un pequeño local en un modesto barrio de Chicago que consideró propicio para iniciar su negocio. Decoró el lugar con fotografías de la vieja Italia, de donde sus padres eran originarios, y justo detrás de la barra, colocó una bella pintura del imponente coliseo romano. Al poco tiempo conoció a Rose, una chica modesta, honrada y muy trabajadora, cualidades que su padre le había dicho, eran mucho más valiosas que la belleza al momento de escoger esposa. Ambos trabajaron arduamente por sacar el negocio adelante; confiaba en que pronto se harían de clientela habitual, hombres de trabajo respetables y probablemente, alguna dama distinguida dado que la presencia femenina de su esposa en el local dejaría claro que aquel era un sitio tranquilo, aunque por supuesto, Rose no trabajaría ahí para siempre, cuando tuvieran hijos ella se retiraría para dedicarse exclusivamente al cuidado de estos.

Pero los hijos y los clientes respetables jamás llegaron en esos treinta años que el negocio llevaba funcionando, y de ambas cosas, Santiago solía culparse. La taberna llegó a ser conocida simplemente como “El circo”, y tristemente aquel nombre le iba mucho mejor, ya que todos los parroquianos que asistían noche tras noche a satisfacer su vicio, parecían salidos de un patético espectáculo circense. Mujeres maquilladas igual que payasos en un vano intento por ocultar arrugas y demás secuelas del tiempo, hombres bravos y salvajes como fieras encerradas y todo tipo de fenómenos y personajes sombríos. Fue por estar tan acostumbrado a aquella peculiar clientela de aquel joven, esa noche, llamó tanto la atención de Santiago.

Estaba completamente intoxicado, como todos los demás clientes, su rostro reflejaba profunda tristeza y desasosiego, también, al igual que el de los demás clientes. Pero a diferencia del resto de los entes que esa noche daban espectáculo en “El circo”, había algo en ese chico que lo hacía destacar como la estrella polar en medio de la noche. Tal vez era su elegancia natural, innata; sus ropas estaban arrugadas y maltratadas, pero eran de buena calidad. ¿Alcurnia?, ¿clase?, ¿buena cuna? ¿Qué habría conducido a un chico como ese a aquel oscuro agujero de perdedores? La curiosidad llevó a Santiago a hacer algo que tenía años que no hacía; comenzar a charlar con un cliente, aunque siendo sinceros, hacía años que ningún cliente nuevo se presentaba en el bar. Pronto el chico empezó a relatarle sus penurias, parecía estar gustoso de poderlo hacer. Tendría apenas unos veinte años, a lo mucho, pero el alma tan gravemente  maltratada como si tuviese más de cuarenta.

-¿Así que estás buscando a una chica?

-Sí. Sírvame otro trago, ¿quiere?- Sostenía el vaso vacío frente a su cabeza, pero con la mirada clavada en la barra. Se balanceaba peligrosamente sobre el precario banco de madera donde estaba sentado. Cuando Terry, así se llamaba el curioso joven, llegó a “El Circo” ya estaba ebrio; el grado de alcohol que había en su cuerpo en esos momentos debía de ser considerado peligroso para su salud. Una especie de instinto paternal adormecido por el paso de los años llevaron al viejo Santiago a pensar por un momento en la posibilidad de negarle el servicio a Terry, instarlo a descansar en la cocina de la parte de atrás del local, y que su nueva empleada, de la cual nunca recordaba su nombre y se limitaba a llamarla simplemente “Pecosa”, le diera un café o incluso algo de comer hasta que lograra recuperarse de su borrachera. Pero bueno, cualquier cantinero que se precie de serlo, sabe que es su deber servirle a un cliente cualquier cosa que este le pida siempre y cuando esté en posibilidades de pagarlo, y aquel muchacho parecía tener bastante dinero. No desperdiciaría la oportunidad de afianzar un buen cliente por dilemas moralistas. Así que tomó la botella de whiskey, le sirvió otro trago y retomó el curso de la conversación.

- Supongo que no debe de ser una chica muy decente, dado que la buscas en sitios como estos.

-¡Jaja! ¡No!- La risa de Terry daba escalofríos, sonaba triste, lúgubre, y podría jurar que provocaba eco-  Ella nunca estaría en un lugar como éste, a menos claro que estuviera buscándome.

-Entonces sabe que bebes. ¿Y no le molesta?

-¡Por supuesto que le molesta! Si me viera en este estado, seguro me atacaría con reclamos. Así es ella, a veces me desquiciaba, pero esos detalles me hacen amarla aún más.

-¿Cuánto tiempo llevas buscándola?

-Hoy hace exactamente un año nos separaron. Trescientos sesenta y cinco días sin ver su rostro, trescientas sesenta y cinco noches sin poder conciliar el sueño tranquilamente por no tenerla a mi lado. Y lo peor es que no sé cuánto tiempo más tendré que aguantar esto.

-¿Por eso bebes?

-Por eso, por frustración, por incertidumbre ya que ignoro si ella también me está buscando, si quiera volver a verme o qué piensa de mí. Tomo por cobarde, por imbécil, y por…- en ese momento giró el rostro a la derecha, con dirección a la cocina. Fue entonces cuando vio su cara, por encima de la pequeña puerta que separaba el cuarto de la taberna. Habían sido tantas las veces en las que el subconsciente y su alcoholismo le habían jugado crueles bromas mostrándosela en espejismos que le costaba trabajo creer que era Candy en realidad a quien veía. Apretó los ojos con fuerza con el propósito de aclarar la visión borrosa a causa del licor. Fue solo fracción de segundo, pero cuando volvió a abrirlos ella ya no estaba, “una ilusión mas”, pensó- y porque cuando bebo, creo verla en todos lados.

El bullicio en aquel bar de mala muerte era una mezcla de risas, sollozos y palabras altisonantes, todos ellos en un tono muy alto de decibeles. Pero de repente y como un estallido elevándose sobre todo ese ruido infernal, el llanto de un bebé inundó el lugar.

-Pero creo que esta noche ya he tomado demasiado, estoy escuchando a un bebé llorar. ¡Jajaja! ¡Un bebé! ¡En este sitio! ¡Qué absurdo!

-¡Demonios! ¡Esa chica y su mocoso!

Terry seguía riéndose de la hilaridad que le provocaba sus alucinaciones etílicas que no se percató cuando Santiago salió furioso con dirección a la cocina. A alguien le estaba yendo muy mal, ya que Santiago no dejaba de gritar, parecía una chica, pero sus suplicas eran ahogadas por el constante regaño de su patrón y el grito a todo pulmón del bebé cuya presencia en ese lugar seguía sin poderse explicar. Pero una parte de aquella atropellada y unilateral conversación logró captar su atención.

-¡A mí me tiene sin cuidado qué es lo que le pase a tu hijo, lo único que me preocupa son las pérdidas que están causando en mi negocio! ¡Así que te largas ahora mismo junto con tu crío, Pecosa!

-¿Pecosa?

Era ella, no había sido una ilusión. Era ella, estaba ahí. La emoción y el alto grado de alcohol fueron más de lo que su cuerpo pudo coordinar al comenzar a caminar, intentó retomar el equilibrio asiéndose de la barra, pero calculó mal y terminó derribando a la pareja que estaba al final de la barra, una mujer vulgar y un hombre con ojos pequeños y opacos, como un perro viejo. La mujer gritaba que aquel borracho intentaba propasarse con ella, aunque su presencia en aquel lugar y la forma en que vestía no indicaba que tuviera mucha preocupación sobre su cuerpo o reputación; el sujeto que la acompañaba se levantó furioso, tomó a Terry por la chaqueta haciéndolo girar con violencia y le azotó un fuerte puñetazo en pleno rostro en el momento justo en que la puerta de la cocina se abría.

-¿Qué es lo que sucede? ¿Por qué no te has llevado a ese niño de aquí cómo te pedí?

-¡Por favor señor Carelli, mi hijo está enfermo, necesito llevarlo a un médico!

-Lo que necesitas es sacarlo de aquí ¡y ponerte a trabajar de una vez por todas!

-¡No!

-¿Qué dijiste?

-¡Qué no! ¡Mi hijo está enfermo! ¿No lo entiende? Ahora quiero que me pague por lo que he trabajado y me diga dónde puedo encontrar un doctor.

-¡A mí no me hablas así chiquilla mal agradecida!  ¡Tú no me haces ningún favor, pero yo a ti sí al darte trabajo cuando nadie más te aceptaba! ¡A mí me tiene sin cuidado qué es lo que le pase a tu hijo, lo único que me preocupa son las pérdidas que están causando en mi negocio! ¡Así que te largas ahora mismo junto con tu crío Pecosa!

En ese momento se escuchó un fuerte ruido provocada por una caída, un instante después una botella entró volando para estrellarse en el lavadero; Candy pudo esquivarla apenas por poco.

-¿Y ahora qué ocurre?

En menos de un minuto aquello se había convertido en un pandemónium, igual que en el verdadero coliseo romano, hombres que parecían bestias peleaban unos contra otros. Candy apenas asomó la cabeza cuando el señor Santiago abrió la puerta y vio como infructíferamente intentaba evitar que cinco hombres siguieran golpeando a un joven, que se hallaba al parecer inconsciente tumbado boca abajo en medio de un charco de sangre. No podía ver el rostro de aquel joven, pero estaba más que claro que esa  pelea era demasiado injusta; los demás sujetos lo estaban prácticamente masacrando que sin pensarlo dos veces comenzó a avanzar con la intención de ayudarlo sin recordar que llevaba cargando a Alex en sus brazos. Pero la señora Rose se lo recordó.

-¿A dónde vas Candy?

-Señora Rose, ¡tenemos que ayudarlo, lo van a matar!

-¿Y cómo piensas ayudarlo llevando a tu hijo en brazos? Vete de aquí, ya le he hablado a la policía, son los únicos que pueden detener esta locura- en ese momento uno de los participantes de la pelea le había roto un banco en la espalda a Santiago, haciendo que el hombre se quejara lastimeramente. La señora Rose tomó a Candy del brazo y la condujo casi a rastras hasta la puerta trasera de la taberna.

-Toma, es lo único que tengo- le extendió a Candy un par de billetes- lleva a tu hijo al dispensario médico de la iglesia Santa Catarina, no es el mejor hospital, pero atienden toda la noche, después ve al Hotel Bremmintongs, es un hotel modesto, iré a verte tan pronto como todo esto se tranquilice date prisa y te llevaré tus cosas, pero no vuelvas aquí, por  ningún motivo. 

Candy no dejaba de pensar en el muchacho que golpeaban brutalmente en el bar. Ella siempre se había preocupado por los demás, aún sin conocerlos y sentía un grave remordimiento de conciencia por dejar a ese chico ahí sin ayudarlo. Pero cuando eres madre, tus prioridades cambian, no importa que el mundo deje de girar, o explote, siempre que tus hijos estén bien. Y él solo colocar la mejilla de Alex contra la suya y percatarse de que la fiebre seguía aumentando la hicieron emprender la carrera con dirección al hospital.

La tranquilidad regresó a su alma cuando al fin lograron controlar la fiebre de Alex. El pequeño y frío cuarto en el que dormían parecía ser la causa de su enfermedad, que no era nada grave por el momento, pero si continuaba teniendo al pequeño bebé en aquellas condiciones podría convertirse en una enfermedad crónica. El dinero que Rose le había dado apenas y cubrió las medicinas que Alex debía tomar, pero no tenía nada más. No podía vagar toda la noche. Llegó al hotel Bremmintongs, que parecía ser más bien como la bodega de los verdaderos hoteles, los elegantes de la calle de enfrente. Un hombre gordo y sucio estaba sentado en el escritorio junto al tablero de llaves, levantó la vista cuando Candy entró pasándose el mondadientes que tenía en la boca de un extremo al otro de lo que intentaba esbozar como sonrisa.

-¿Quieres una habitación? Son quince dólares.

-Señor, por favor. Necesito que me deje quedar esta noche, mañana vendrá una amiga y ella pagará la habitación.

-Son quince dólares, y se pagan antes de que te de las llaves.

-Por favor, se lo imploro. Mi bebé está enfermo y no tengo dónde quedarme, mañana tendré el dinero, se lo juro,

Aquel soez sujeto recorrió a Candy con la mirada de los pies a la cabeza, relamió sus labios de forma lasciva viendo la oportunidad  de sacar ventaja de la infortunada situación de aquella joven madre.

-Mira, linda, yo no soy dueño del hotel, así que no puedo obsequiarte una habitación aunque lo quisiera, pero me apena tu situación y quiero ayudarte. Veamos… la única forma que se me ocurre de ayudarte es…que compartas habitación conmigo, tu bebé también puede quedarse, en un rincón, si no hace ruido.

Aquella asquerosa proposición le provocó un trémulo escalofrío por todo el cuerpo a Candy, y entonces tomó la decisión de hacer, algo que se había jurado jamás haría.

-Tome.

-¿Y esto qué es?

-Una alianza. De oro y la piedra es un zafiro muy fino. Vale mucho más que quince dólares.

-De acuerdo, que sean treinta, te dejaré quedarte dos noches. Ésta es la llave de tu habitación, te llevaré.

-No hace falta. –antes de que el ladino administrador se levantará de su escritorio Candy le arrebató las llaves y subió corriendo los escalones hasta llegar al tercer piso donde se encontraba su habitación, colocó a Alex sobre la cama, echó doble llave a la puerta y arrastró la cajonera para que tapara el paso por si el asqueroso sujeto de la recepción intentaba entrar. Solo entonces pudo permitirse echarse a llorar. Lloraba por la impotencia de saber a su hijo enfermo, se culpaba por haberlo expuesto a dicha situación, lloraba por darse cuenta que la mayoría de personas no estaban dispuesta a ayudarla, muy por el contrario, buscaban aprovecharse de ella ofreciéndole únicamente trabajos mal pagados y proposiciones inmorales. Lloraba muy a su pesar y contra su propio sentido común, por la ausencia de Terry y por seguir amándolo.

Pero sobre todo lloraba por sentir que no estaba tomando las decisiones adecuadas.

Llevaba casi 24 horas ahí encerrado. Los policías le habían dicho que debía permanecer ahí 48 horas como castigo a menos que alguien viniera a pagar su fianza. No imaginaba a quien le interesara sacarlo de ahí, a no ser que fueran los tipos del bar para terminar la pelea pendiente. Es increíble como los hombres trastornados por el alcohol son capaces hasta de matarse en una pelea por razones absurdas, o inclusive desconocidas. Y lo peor de todo era que no había podido confirmar si se trataba de ella.

Pero ahora con el cerebro despejado de alcohol le parecía cada vez más absurda aquella posibilidad. ¿Qué haría Candy en un sitio cómo ese y con un bebé? Seguramente había sido otra chica, una parecida. Tal vez la mujer o incluso la hija de Santiago, nunca Candy.

Pero con la desintoxicación de su cuerpo, ya no había nada que amortiguara el dolor. Cada respiración resultaba insoportable, seguramente tendría alguna costilla rota. Su rostro era una mole deforme hinchada en los lugares donde no estaba desgarrada. Sobreviviría, claro, pero cómo dolía. Lo único bueno es que dado a su deplorable estado lo habían colocado en una celda separada. No tenía nada de dinero, todo se lo habían robado y ni siquiera tenía para sobornar a los policías a cambio de un trago. Estaba maldiciendo que su suerte no pudiera ser peor cuando uno de los guardias azotó con su toldo los barrotes.

-¡Hey Grandchester, levántate! Han venido por ti.

-¿Quién?

-Una mujer, y es muy linda.

-¿Tú?

 Capítulo 27 - Capítulo 29

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