Añoranza - Capítulo 67

 

Tres meses llevaba Candy viviendo en la casa Andrew, pero para la salud de Albert, parecía que hubiesen pasado treinta años.

-A veces se cansan de luchar- le comentó un día el doctor Mathews a Candy - sienten que sus asuntos ya están en orden y bueno…se dedican a esperar lo inevitable. Lo he visto mucho en personas mayores, y, con una enfermedad tan agresiva como la suya, no es difícil imaginar que lo único que desee sea… morir

-¡No!- Eso no podía ser verdad.  Albert amaba la vida, amaba vivir. No conocía una persona que disfrutase más la belleza de la naturaleza, a la libertad, que fuese capaz de encontrar la felicidad en los pequeños detalles, su nivel de desprendimiento de lo material…su bondad. Pero el dolor lo volvía todo insoportable.

Había días en que parecía que las cosas mejorarían. Albert se despertaba de buen humor, radiante  en la medida de sus posibilidades. Entonces era el Albert de siempre, cantaba, reía. Salía en busca de algún animal herido en el bosque y le brindaba auxilio, dirigía algún proyecto de mejora en la casa, ayudando con sus propias manos o simplemente cuidaba de las rosas que eran de Anthony. Por las tardes, acompañado siempre por Alex, se sentaban en la puerta principal de la mansión. Disfrutaban bocadillos y alguna bebida,  mientras Albert relataba al pequeño que lo escuchaba embelesado  sus aventuras alrededor del mundo. Aquel león que curó en África, aunque todos le decían que hacerlo era muy peligroso, él no soportó ver a aquel majestuoso animal sufrir por su pata rota. O el pequeño gatito que encontró abandonado en una choza destrozada cuando sirvió en la guerra en Italia, quien estaba tan débil  desnutrido que nadie pensaba que sobreviviría. Lo llevó en su mochila durante un mes entero, pasando noches tormentosas y algunos tiroteos, pero siempre tuvo tiempo para alimentarlo, quitándose muchas veces parte de su propia y escasa comida. Hasta que lo dejó con un pequeño, quien había perdido a sus padres en la guerra. El chido le  prometió que siempre cuidaría del pequeño gatito. Estaba seguro de que así había sido.

Alex jamás se cansaba de las historias de Albert, se quedaba escuchándolo hasta muy entrada la noche, a pesar de las protestas de Candy respecto al hecho de que Albert debía descansar; irremediablemente Alex terminaba cayendo dormido. Entonces Albert lo levantaba en brazos y lo llevaba hasta su habitación, después de acomodarlo y arroparlo se quedaba viéndolo por largo rato desde el umbral de la puerta y decía: “Lamento tanto saber que no podré verlo crecer”. Eso siempre hacía llorar a Candy.

Pero esos días cada vez eran menos frecuentes y lamentablemente los más comunes eran los días malos y los peores.

Los malos eran, cuando de repente y sin ningún malestar preliminar, el dolor atacaba sin compasión. “Un enorme clavo dentro de mi cabeza”, lo describía Albert. Lo más lamentable era, que siendo el cerebro el panel central que controla el resto de nuestro cuerpo, como le explicó una vez a Alex el Doctor Mathews, aquel maligno tumor al estar en constante crecimiento aprisionaba el cerebro de Albert,  afectando otras zonas motrices. Le faltaba fuerza en sus extremidades, le costaba mantener el equilibrio, e incluso, había comenzado a fallarle la vista.

Los días terribles eran realmente insoportables. El dolor lo imposibilitaba por completo. No lo dejaba dormir, no lo dejaba comer, no lo dejaba siquiera pensar. Le molestaba la luz, el ruido, el viento…el contacto físico, el mero hecho de seguir vivo.

-Odio que me veas así, que tengas que tratarme como a un incapacitado.

-No digas eso- Candy trató de darle ánimos mientras preparaba la enorme lista de medicamentos que debía ingerir, aunque parecían surtir poco efecto-estás enfermo, eso es todo, pero pronto estarás bien ya lo verás.

-Nunca has sabido mentir, Candy. Tal vez fue un error haberte traído aquí. A ambos, sumergirte a Alex y a ti en todo este ambiente de enfermedad y muerte.

-¡Calla! Por favor, no digas más. Estamos aquí porque queremos ayudarte. Somos tu familia y siempre estaremos para ti cuando nos necesites.

-¿Hasta el final? –preguntó tomando su mano.

-Hasta el final.

El final estaba más cerca de lo que Candy hubiera deseado.

Ese día había sido uno de los peores, a pesar de esto Albert insistió en salir al patio cuando el sol comenzaba a ocultarse.  Corría un viento que si bien no llegaba a ser completamente frío, transmitía una sensación de vacío e infinita nostalgia. Sacudía los enormes rosales de una forma violenta haciendo que los pétalos cayeran a montones, lo que a Candy inevitablemente le evocó recuerdos de otros tiempos.

Quería regresar a casa, pero no se atrevía a pedírselo. Albert lucía sereno, relajado, a pesar de que Candy sabía cuánto odiaba la silla de ruedas que el Dr. Mathews le había recomendado utilizar. Tenía la cabeza echada hacia atrás con el rostro vuelto al cielo y los ojos cerrados, sintiendo, disfrutando del viento y de la forma en que los pétalos caían sobre su bello rostro como una tenue caricia.

-¡Agggg!- el dolor había vuelto  a atacar, sin tregua. Albert de inmediato se había encorvado, apretaba fuertemente los puños y temblaba de pies a cabeza.

-¡Albert! Aquí estoy Albert, - Candy se acercó por la espalda para envolverlo en su abrazo- vamos de nuevo a la casa, por favor, tiene que verte el Dr. Mathews.

-No, no- dijo resoplando- ya no hay nada más que Erick pueda hacer por mí, pequeña. No te preocupes ya está pasando.

-Albert por favor, te lo suplico.

-No me quites…no me niegues este día, Candy. No me quites la oportunidad de estar aquí, contigo.

-Pero te sientes mal.

-Me siento bien si estás tú conmigo. Si hablas del  malestar físico, puedes darme otra pastilla para amortiguar el dolor.

-Albert estas pastillas son muy  fuertes y acabas de tomarlas hace menos de una hora, si abusas de ellas podrías…

-¿Qué? ¿Enfermarme más? Por favor Candy, ¿qué diferencia habría?

-Está bien, toma. – Pero en vez de tomar solo una, Albert le robó tres o cuatro- Aaaaa- exhaló un suspiro de alivio después de ingerir el medicamento y transcurridos unos segundos de gélido silencio, comenzó a reír. Tal vez las pastillas habían sido demasiado.

-Albert…-y al colocar la mano sobre su hombro, él se la tomó, la acariciaba contra su mentón siempre con los ojos cerrados.

- Recordaba el día que te conocía, Candy. Lucías tan linda, a pesar de estar llorando.

-¿El día que me rescataste de caer por la cascada?-se inclinó un poco hasta quedar a la altura de su cara- Estaba aterrada.

-Ese no fue el día en que te conocí- finalmente abrió los ojos, y al encontrarse Candy directamente con esa mirada azul intenso, una parte de su alma supo la verdad aún antes de que él se la contara-Cuando te conocí, yo estaba en un muy mal momento.  Había venido a la conmemoración del primer año de la muerte de mi hermana Rosemary. Todos murmuraban a mí alrededor, que pobrecita muchacha, que había sido muy buena, que había muerto muy joven y qué sería del pequeño Anthony, quien estaba encerrado llorando en su habitación y se negó a salir durante todo el servicio. Yo no sentía ninguna de aquellas palabras sinceras.

Después del servicio, y justo como estaba vestido, con mi traje de gala escocés,  comencé a caminar sin poder detenerme, seguía tocando la gaita, la canción que le gustaba a mi hermana…hasta que escuché a una pequeña llorar.

-Tú…Albert, ¡Albert tu eres mi príncipe!

-Me hizo tanta gracia que me llamaras así. Eras la inocencia hecha niña. Y en ese momento te envidié, quise ser como tú…libre, sin rasgo de maldad, envidias o materialidad. Y comencé mi camino, camino en el que constantemente aparecías. –Albert acariciaba con dulzura el rostro de Candy- Necesito que me prometas algo, Candy. 

-Lo que quieras.

-Cuando mi hermana murió…

-Albert por favor, ya deja de pensar en la muerte, eso no te ocurrirá a ti.

-Es una realidad Candy. Cuando RoseMary murió, el único consuelo que tenía era pensar que había quedado constancia en esta tierra de todo lo buena y maravillosa que era ella, tenía a Anthony. Yo no tengo a nadie Candy, y me aterra pensar que no quedará nada de mí cuando me vaya. Antes de que objetes, te pido que me prometas que no permitirás que se destruya todo lo que he construido, por lo que he luchado todos éstos años. El único recuerdo que puedo dejar en este mundo son las fundaciones y obras de beneficencia que presido. No permitas que mi legado se acabe, me aterra pensar que haya vivido mi vida… en vano, especialmente contigo.

-¿Conmigo? ¿Por qué?

-Prométeme que aceptarás lo que por derecho te corresponde.

-Albert si hablas de dinero…

-¡Prométemelo! El día que decidí convertirte en una Andrew, me juré a mí mismo que jamás volvería a faltarte nada. No lo cumplí al cien y ahora me preocupa que mi familia intente aprovecharse de ustedes y maltratarlos una vez más. No lo permitas Candy, no cedas pero sobre todo prométeme que vas a ser feliz.

-¡No puedo!-gritó arrojándose a sus brazos-No puedo…no quiero…no…-Las palabras se ahogaban en su pecho. Quería decirle que no podía siquiera pensar en vivir el resto de su vida sin él. Siempre sabía que lo volvería a encontrar, en los escenarios más insospechados, él aparecería cuando ella más lo necesitaba. No podía hacerse a la idea de que no lo volvería a ver. ¡NO QUERÍA! No era justo. ¿Por qué? ¿Por qué él? ¿Por qué de todas las personas en el mundo, por qué quien ella más necesitaba? Pero aunque no pudo decir una sola palabra, Albert le entendió.

-No llores pequeña-dijo secándole las lágrimas- Recuerda que eres mucho más linda cuando ríes que cuando lloras. Promételo, por favor. Promete que serás feliz. –Ella solo alcanzó a asentir. Albert la acariciaba el rostro de una forma distinta, pura, sincera, pero distinta a cualquier otro contacto anterior- Eres lo mejor que me  pudo haber pasado, Candy. Agradezco haberte conocido, cada instante que me regalaste lo atesoraré hasta el último momento, no me arrepiento de haberte adoptado, aunque al hacerlo yo mismo me haya quitado toda oportunidad contigo. Lo único que lamento…es nunca haber tenido el valor de decirte cuanto te amo. –Aquella declaración no la tomó por sorpresa, en el fondo ella lo sabía. Siempre lo supo. Pero el amor de Albert era sencillo, discreto, constante.  El alocado torbellino de emociones que era Terry jamás le permitió destacar, evitando que ella se diera cuenta. O tal vez nunca quiso darse cuenta- No shh…-puso un dedo sobre sus labios- no digas nada, no hace falta. Siempre me diste tu cariño y eso es más de lo que nunca soñé aspirar. Solo te ruego no cometas mí mismo error. No calles tu amor, Candy, nunca. Sin importar cuán irracional parezca. La vida duele con amor o sin él, pequeña. Tienes en tu vida a alguien que te ama y tú lo amas también aunque intentes engañarte. Han cometido muchos errores  y probablemente lo sigan haciendo, pero para eso es la vida, Para aprender  y solo se aprende a través de los errores. No esperes que Terry sea perfecto, nadie lo es, la sabiduría siempre nos llega cuando ya es demasiado tarde. Pero en el amor no tiene por qué ser así.   Ama, vive, sé feliz, es a lo que venimos a este mundo.

Cayó de rodillas junto a él, y una vez más, buscó consuelo en su sitio favorito, en medio de ese ancho y fuerte pecho. – Yo también te amo Albert.

Candy nunca supo si él la escuchó, ni cuánto tiempo pasó recostada sobre él. Le pareció que fueron horas, pero al mismo tiempo, tan solo un instante. Tardó tiempo en darse cuenta que él ya no le acariciaba más el cabello, “tal vez se cansó”, pensó; que la calidez de su cuerpo iba tornándose en una rígida frialdad, que su pecho ya no se elevaba al compás tranquilo de su respiración, de que ya no contestaba por más que insistía en llamarlo.

-Albert…-su voz apenas era un hilo-Albert por favor despierta-Las lágrimas rodaban por su cara sin poderlo evitar.- ¡Albert!- y comenzó a sacudirlo, pero seguía sin atreverse a levantarse de su pecho, no podía verlo a la cara. No era capaz de ver su rostro sin vida. Aquel rostro bello, bondadoso, fuerte. Espontáneo. Aquel rostro que podría encontrarlo lo mismo en medio del bosque a la luz de la luna, a la vuelta de un callejón en Londres o esperándola con una sonrisa al llegar a casa. No podía, no debía estar muerto. Pero la realidad era que lo estaba. – ¡Nooo! ¡No por favor no me dejes! No me abandones, no puedo, no quiero estar sin ti. Albert por favor no me hagas esto. ¡No, no, no no noooooooooo!

-Candy, sé que no te encuentras de humor, pero tienes que salir, ya va a empezar la velación de Albert y tú...bueno...quieras o no tú tienes que estar ahí. –Los gritos desgarradores de Candy finalmente llamaron la atención de los demás miembros de la casa, y aunque ya se esperaban aquel triste desenlace, el impacto de aquella escena sacudió fuertemente a todos quienes la presenciaron. Candy lloraba y se resistía a que la separaran del cuerpo inerte de Albert, gritaba que no estaba muerto, le exigía al doctor Mathews que hiciera algo. Tuvieron que llevarla a rastras a su habitación y contra su voluntad aplicarle un fuerte calmante que la hizo dormir hasta la tarde del siguiente día. Annie permaneció a su lado todo el tiempo.  Para cuando Candy despertó la casa estaba llena de personas que jamás había visto en su vida , pero que figuraban entre la enorme lista de parientes y “amigos” de la familia Andrew. La tía abuela Elroy había vuelto a la casa, acompañada de Eliza y Neal, por fortuna, ninguno de los hermanos Leagan se atrevió a molestarla, en el caso de Neal, ni siquiera a mirarla. La tía abuela por su parte, estaba demasiado triste para percatarse de lo que ocurría a su alrededor. Candy se preguntó si había sido Dios quien en su infinita sabiduría le había dado ese carácter tan recio y dominante a la señora Elroy, porque solamente así podría seguir adelante después de tantas pérdidas. Los servicios esperarían un día más, con el fin de que más personas llegaran, le informó Archie. Para cuando la misa estaba a punto de comenzar la casa parecía una más de las fiestas de sociedad que daba la familia.

-Míralos Annie, -dijo Candy con melancolía mientras miraba por la ventana con dirección al jardín. Un grupo de hombres con elegantes trajes fumaban y bebían costosos licores, mientras discutían cuál sería la mejor opción de inversión para la fortuna Andrew. Un poco más lejos, las que Candy suponían eran sus esposas, hablaban en secretos, mirado y señalando a mujeres que segundos antes habían fingido una sonrisa- Acaba de fallecer una de las personas más maravillosas del mundo y ellos preocupados por lucir sus mejores ropas, esforzándose por parecer conmovidos, solo representan una asquerosa farsa, esperando como buitres la lectura del testamento ambicionando lo que puedan heredar. No los quiero aquí, Albert no los querría. Él odiaría todo este circo.

-Lo sé Candy, -Annie se levantó para abrazarla- pero debes de entender que entre gente de su clase hasta estos momentos conllevan un protocolo social.

-No lo entiendo y no me interesa en absoluto. Quisiera dormirme y no enterarme de nada.

-Candy sé que es difícil, pero debes de ser fuerte…

-¡Es que ya no puedo! –Finalmente explotó- ¡No puedo y ya no quiero! Ya me cansé de ser fuerte, Annie, estoy harta de que todos me digan que no debo llorar, que pronto pasará el sufrimiento y que algo mejor vendrá, pero no es cierto. Siempre que creo al fin alcanzar la felicidad alguna desgracia ocurre y ya no quiero, Annie, ya no quiero sufrir más.

-Candy, mi querida Candy, no sabes cuánto me duele verte así, verte sufriendo. Quisiera poder decirte que te entiendo, encontrar las palabras para animarte. Pero no puedo. Si yo hubiera sufrido lo que tú, hace mucho tiempo que me habría dado por vencida. Haz sufrido más que cualquier persona normal, pero es precisamente por eso Candy, porque tú eres un ser extraordinario, capaz de luchar una y otra vez, de reinventarse y salir adelante. Albert lo sabía, y esté donde esté, te necesita aquí.

-¡Pero yo lo necesito a él! Él era el que me cuidaba, el que me defendía. No puedo y nadie se detiene a pensar que soy la que más está sufriendo con todo esto.

-No Candy. Hay alguien que está sufriendo igual o más que tú.

-No entiendo de quién me hablas, Annie.

-Hablo de Alex. Candy él está muy mal. Albert era todo para él. Su amigo, su confidente, quien lo cuidaba. Hazlo por Alex, por favor, él quiere y necesita despedirse de su amigo.

¿Cómo explicarle a un niño el significado de la muerte? ¿Cómo decirle, que a la persona que ama no la volverá a ver jamás? ¿Cómo evitar que su pequeño y tierno corazón sienta ese vacío y desesperanza que trae consigo la muerte? Como cualquier madre Candy hubiese dado lo que fuera por evitarle a Alex ese sufrimiento. Pero lo único que pudo hacer fue tomarlo de la mano mientras marchaban en cortejo fúnebre hasta el panteón, apretarlo contra su pecho mientras los músicos escoceses tocaban aquella triste melodía en las gaitas, y dejarlo llorar, sobre su regazo hasta que se quedó dormido.

A la mañana siguiente, desde muy temprano, todos los miembros de la familia Andrew se encontraban reunidos en el salón principal. Habían dispuesto el enorme comedor para que todas las personas se sentaran, aunque todos parecían ignorar la presencia de Candy tomando los asientos sin importar que ella permaneciera de pie en una esquina.

“Fui un gran amigo de su padre”, “Su madre era íntima confidente de mi esposa”, “teníamos negocios importantes”. Eran las frases que se escuchaban en todo el recinto. Candy no quería estar ahí, pero Archie había insistido en que se quedara. A las nueve de la mañana, el abogado de la familia entró al recinto.

-Buenos días y gracias a todos los presentes. Seré breve, ya que el señor Andrew tenía todo muy bien estipulado. – Y procedió a sacar el testamento de Albert para continuar con su lectura- “Yo, William Albert Andrew, en pleno uso de mis facultades mentales, nombro como heredero único y universal de todo cuanto poseo en bienes materiales, al joven Terrence Alexander Grandchester-Andrew y como su albacea, a la Señorita Candice White Andrew”

De repente todas las miradas se situaron sobre Candy, quien no se atrevía siquiera a respirar.

Capítulo 66 - Capítulo 68

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