Esperanza - Capítulo 11

 

“La leyenda de la maldición Grandchester o la triste historia de la viuda Lancaster”

Aunque Candy no estaba tan segura de que aquello pudiera considerarse como una “Leyenda”, más bien se trataba de un compendio de cotilleos pueblerinos repetidos y aumentados con el paso de los años. Contaban en el pueblo que hace muchos, muchos años, cuando el primer Duque Grandchester, el tatarabuelo de Terry, llegó a Escocia con el objetivo de dilapidar su herencia recién cobrada y de paso alardear de su título nobiliario adquirido tras la muerte de sus padres, había quedado fascinado por las verdes e imponentes colinas de la bella Escocia.

El caprichoso nuevo Duque, decidió que en aquellas preciosas colinas construiría un ostentoso castillo, digno de albergarlo a él, cuando decidiera pasar ahí alguna que otra temporada, pero para su sorpresa (y disgustó) se encontró con un grave problema. Aquellas tierras no se encontraban a la venta. El Duque Grandchester, no era capaz de concebir que existiera algo sobre la faz de la tierra que el dinero no pudiese comprar, y aquella negativa solo logró incrementar su obsesión por poseer dichas tierras.

Preguntando en el pueblo le informaron que aquellas magníficas colinas habían pertenecido al viejo Lancaster, quien al final de sus días, acosado por visiones y demás delirios causados por el exceso de whiskey, era común verlo rondando las veredas del pueblo gritando incoherencias y causando alborotos. El viejo Lancaster finalmente había asistido a su cita con la muerte, cayéndose del caballo que pretendía cabalgar completamente alcoholizado, rompiéndose la cabeza y dejando los restos de su atormentado cerebro esparcidos por todo el lugar.

Para entonces, las ganancias de lo que había sido una próspera destilería, habían menguado de manera considerable, “el viejo Lancaster consumía más whiskey del que producía”, rumoraban por el pueblo y no tenía a mal obsequiarle enormes cantidades a quien estuviese dispuesto a acompañarlo en sus interminables juergas. Al viejo Lancaster solo le sobrevivían su esposa, “una vieja bruja” en un sentido metafórico y literal, ya que los habitantes del pueblo tenían prudencia de guardar su distancia, dado que  aseguraban, la viuda Lancaster era fiel devota de las artes oscuras y hechicerías; y una única hija, una joven sin ninguna gracia o belleza física que la distinguiera y con nulo talento para los negocios. La destilería cerró, los acreedores se llevaron los pocos bienes con los que pudieran amortiguar las deudas que dejara con su muerte el viejo Lancaster, y madre e hija se confinaron en la vieja casa construida en el rincón más oscuro del bosque. Se les veía muy poco en el pueblo y eso ayudaba a incrementar los rumores de tintes paranormales que circulaban en torno a ellas.

El Duque no se dejó intimidar por aquellos malos augurios, y con ayuda de hombres de prestigio del pueblo, logró concertar una cita con la vieja bruja, es decir, con la viuda Lancaster. Su interés originalmente era estético, pero el joven Duque tenía un olfato entrenado para los negocios, y aquellas tierras además de hermosas, eran fértiles y vastas. Las vieja refinería, si bien llevaba buen tiempo sin laborar, no requeriría más que una inversión mínima comparada con las ganancias que dejaría una vez que la pusiera a trabajar. Así que el interés inicial, fue tornándose económico.

El Duque estaba dispuesto a ofrecerle una buena cantidad de dinero a la decrépita viuda, con la cual  se pagarían todas las deudas que la anciana todavía conservaba con sus acreedores, y le sobraría una buena cantidad para poder vivir sus últimos días en total tranquilidad. Pero a pesar de aquella era una propuesta sumamente razonable para cualquier persona coherente y de que el Duque expuso su generosa oferta, adornada con su mejor sonrisa,  la negativa de la anciana fue rotunda, “jamás vendería aquellas tierras, estaban destinadas a ser la dote de su hija”.

La doncella a la cual estaba reservada tan espléndida dote se encontraba recluida en el rincón más oscuro y sucio de la casa, atenta a la conversación pero sin atreverse a participar en ella. La descripción que habían dado de ella en el pueblo había sido muy amable, la joven Lancaster no solo no poseía belleza o gracia alguna. Era bastante fea. Robusta, de pelo opaco y raído, rostro con marcas de varicela y docenas de lunares, expresión bovina y sonrisa dispareja, era imposible calcular su edad, pero el Duque intuía que hacía bastantes primaveras que había dejado la edad casadera. Lo cual resultaba sumamente conveniente.

“Entonces, tendré que replantear mi petición inicial. –El Duque le dedicó una despampanante sonrisa a ambas mujeres y prosiguió - ¿Me concedería el honor de desposar a su hija?” Madre e hija habían quedado atónitas, o por lo menos eso cuenta la leyenda; pero ante semejante e inesperada proposición, resultaba lógico pensar que por lo menos, esa parte de la historia fuera cierta.

“No estamos para bromas, Duque”, refutó la viuda. “Mi propuesta es seria, señora Lancaster”, prosiguió el advenedizo Duque, “yo quiero estas tierras y usted solo se las entregará al hombre que despose a su hija, bueno, ese hombre quiero ser yo. Modestia aparte, represento el mejor partido que su hija pudiera conseguir en toda su vida. Estas tierras tienen mucho potencial, pero es necesaria una inversión fuerte para poder trabajarlas. Ninguno de los hombres de este pueblo posee el capital suficiente para hacerlo, y, discúlpeme pero, dudo mucho que a su hija le sobren los pretendientes, mantengo la esperanza de contar con nula competencia”.

“Me molesta que se refiera a mi hija como uno más de sus negocios”, vieja y sola, pero la viuda permanecía con su dignidad reacia. “Llamémosle un trato que nos conviene a todos, ¿qué dice señorita, me concedería el honor de convertirse en mi esposa?” La horrible chica apenas y podía hablar. Nunca imaginó que aquel hermoso desconocido que cruzara el umbral de su casa minutos atrás, se convertiría en su amado esposo, y antes de que la joven pudiera asimilar aquella serie descabellada de sucesos, se convirtió en la flamante Duquesa de Grandchester, y de su nombre, los narradores de la leyenda no se tomaron el tiempo de preservar.

Él Duque estaba pletórico de felicidad, aunque nada tenía que ver con sus recientes nupcias, sino a la dote que adquirió con ellas. Aquello había salido mejor de lo esperado, había conseguido las tierras que tanto anhelaba y lo mejor de todo, sin invertir una sola moneda de su ya de por sí cuantiosa herencia.

De inmediato puso en marcha su propuesta de realizar las mejores que había prometido y en la construcción de un extravagante castillo que obstruía por completo la visión de la antigua casa Lancaster; no así, con la promesa de tratar con decoro y respeto a la hija de la viuda Lancaster. La chica era amable y devota pero él nunca fue capaz o intentó mostrar afecto alguno hacia ella. Tuvieron un único hijo varón, que por fortuna, se parecía a su padre; y cuando el Duque consideró que su esposa finalmente tenía “algo con qué entretenerse” sus ausencias del hogar comenzaron a volverse cada vez más largas. El castillo le resultaba enorme e intimidante, y la joven duquesa prefirió regresar a habitar la casa de su anciana madre y así estar al cuidado de ella, al final de cuentas su antiguo hogar seguía estando en los terrenos del castillo y ella podría continuar al pendiente de todo lo que ahí ocurriera; grave error. El duque se olvidó por completo de la existencia de su esposa y su suegra, realizaba fiestas y metía toda clase de mujeres a las habitaciones del castillo, un día se apareció en la vieja casona para arrebatarle a su pequeño hijo y prohibirle a la Duquesa volver a poner un pie dentro del castillo.

La anciana encolerizada porque el Duque hubiese faltado de una forma tan vil a su palabra, y por todas las humillaciones que había soportado su hija a lo largo de los años de su tortuoso matrimonio, lanzó una maldición sobre toda la descendencia del mezquino duque: que todos los enlaces matrimoniales de los miembros de la familia Grandchester estarían marcados por la desgracia y la ambición, ya que su único aliciente sería la acumulación absurda de bienes y riquezas pero nunca serían capaces de reconocer al verdadero amor.

El duque soltó una gélida carcajada y pidió que no abusaran de su buena fe. Ya que, en un acto de condescendencia innecesaria, según su muy particular punto de vista, nos las arrojaría a la calle, si no que les permitiría seguir viviendo en aquella vieja pocilga.

Del final de la viuda Lancaster y de su hija existen varias versiones. La romántica, que la señorita Lancaster murió de desamor a causa de la traición del duque, y su madre, de soledad tras la muerte de su única y amada hija. La trágica, que madre e hija de suicidaron aquella misma noche para no tener que aceptar las limosnas del duque. Y la sobrenatural, que ambas ofrecieron su alma al diablo para convertirse en seres demoniacos que rondaran los alrededores del castillo para poder atormentar hasta el último de sus días al infeliz Duque Grandchester.

Y aunque a Candy no le gustaba creer en supercherías, lo cierto es que el destino de aquel Duque no fue nada bueno. Volvió a casarse, pero resultó siendo envenenado por su propia esposa, quien hurtó una enorme cantidad de dinero para huir con su amante dejando al hijo unigénito del Duque abandonado a su suerte. Con el tiempo, el hijo del duque y de la desdichada señorita Lancaster, logró recuperar las finanzas de la familia Grandchester de aquel terrible hurto, con otro matrimonio por conveniencia, ya que al haber heredado la galanura de su padre, no le fue difícil encontrar a una joven adinerada que cayera prendada bajo sus encantos; y la historia parecía repetirse generación tras generación.

La última parte de la leyenda, la única que a Candy le gustaba, había sido agregada recientemente. Los habitantes del pueblo decían que la maldición de los Grandchester se había roto cuando el más joven de ellos, el señor Terrence, había cruzado “cielo, mar y tierra”, vencido un sinnúmero de adversidades e incluso, se había atrevido a enfrentar a su propio padre y su maldita estirpe, por hacer lo que ningún otro Grandchester había hecho en generaciones anteriores: casarse por amor.

Paradójicamente, aquella unión motivada por intereses puros y honestos, había sido la que más bienes había agregado al patrimonio de la familia Grandchester, ya que la esposa del señor Terrence, resultó ser heredera de una de las familias más adineradas de Norteamérica y su unión, bendecida por el amor, duraría hasta que la muerte los separara.

Curiosas formas tiene de obrar el destino.

La casa de la viuda Lancaster, o los restos que quedaban de la antigua construcción, aún permanecía dentro de los terrenos del castillo. Candy sabía que Alex y otros chicos del pueblo habían realizado algunas excursiones clandestinas al interior de la vieja mansión, y que su hijo mayor se divertía contándole tétricas historias a Julieta de fantasmas y demás seres que habitaban la vieja casona, y que Julieta encantada por los efectos de sonido con que su hermano le relataba las historias, siempre le pedía más.

Aquella propiedad nunca fue reclamada en todas las generaciones posteriores a dichos acontecimientos, ni tampoco nunca nadie se preocupó por conservarla, o en su defecto, derribarla. Por eso Candy se sorprendió tanto cuando esa noche, vio luz en la ventana de aquella antigua y tétrica casona.

-Mamá- la voz de su hijo la distrajo un segundo, cuando volvió a poner la vista a la ventana cualquier vestigio de luz en la antigua casa Lancaster se había extinguido. Tal vez solo fue un reflejo de algún empleado del castillo haciendo un rondín nocturno por los patios, como había ordenado Terry, llevando en la mano una antorcha y un arma para defenderse.

-Mamá – Alex volvió a insistir.

-Dime, cariño – “no fue nada, seguramente no fue nada”.

-¿Mathew está así, por mi culpa?

-No, mi vida, no es tu culpa. Su madre me comentó que la enfermedad de Mathew es una condición de nacimiento, aunque, molerlo a golpes no es la mejor forma de tratarlo en su estado.

-Lo sé, y lo siento, mamá. Ya… ya fui a disculparme con él. Pero, tengo una pregunta, mamá.

-Dime, cariño.

 -Si la enfermedad de Mathew es una condición de nacimiento, y bueno, si resulta cierto que él es mi hermano. ¿Hay algo que yo pueda hacer? Me refiero a mi sangre o esas cosas, tú sabes más de esto, que yo, mamá.

-No, cariño, no es de ese tipo de enfermedades. Pero que lo hayas considerado, habla muy bien de ti mi cielo. Ven aquí – y aunque Alex a su corta edad ya era tan alto como ella, al tenerlo entre sus brazos no dejaba de pensar en el frágil bebé que llegó al mundo en condiciones tan adversas- me alegra saber que tu bondad te hace ver más allá de esta terrible situación. ¿Te dijo Mathew por qué tenía ese encendedor?

-Me dijo que era un secreto, que le pidieron guardar. Como a mí.

-Alex…

-Lo sé mamá, lo sé. Pero mañana por favor, solo, déjame confirmar algo, y te juro que mañana te diré todo. Por favor, confía en mí.

 Capítulo 10 - Capítulo 12

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